Si te cruzas con algún fantasma aquí adentro, simplemente ignóralo; pero si se pone fastidioso, recítale algún verso en voz alta, que con eso será suficiente... (Si te toman por loco, no es culpa mía.)

viernes, 24 de mayo de 2013

Dialogía



Homenaje a don Miguel de Unamuno 


—Pero tú que te crees, ¿eres un dios acaso? —lo increpaba Augusto.

—En lo que respecta a ti… —el otro pensaba, siempre pensaba— sí, por  supuesto.

—No tienes derecho…

—Claro que lo tengo —lo interrumpía el otro, con firmeza— y nada puedes  hacer para  cambiar la  situación. 
—¿Es que ya no tengo opciones?
—No, no las tienes.


 Una gran congoja se cernía sobre la existencia de Augusto. Entonces, volvió a pensar en la muerte. Y como era de esperar, el otro lo advirtió y decidió adelantar los planes.

 Nuestro personaje, Augusto, esa postrera noche, encontrándose ya recostado en su cama, en medio de la penumbra, vuelve a oír el repiqueteo característico del otro, pero esta vez  percibe algo funesto en esos ecos, definitorio: tac, tac-tac-tac, tac, tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac-tac-tac, tac-tac-tac-tac-tac, tac-tac, tac-tac-tac-tac-tac… Acostumbrado a esos  golpes, viejo conocedor de esas pausas, su afilado oído le traduce: «Y así, recostado en su cama, habrá de morir… ».  Augusto intuye la aniquilación. Un hueco dimensional se abre: aparece el otro. Pero hay algo extraño o diferente en la fisonomía de su creador y certero verdugo: su silueta no parece definida, es como un fantasma.  El otro hace una mueca acompañada de un movimiento veloz de sus dedos… Tac-tac-tac, tac-tac… Con horror, Augusto ve como las paredes se resquebrajan, los muebles se desintegran a su alrededor. Confusión. Una densa niebla lo cubre todo. Las inmensas tapas de un libro se ciernen sobre su espalda para aplastarlo y sumergirlo en el olvido. Sin embargo, esas tapas no descosen su carne, no rompen sus huesos. Entiende, algo desorientado, que el otro está soñando con el final que habrá de darle al despertar.  «Si yo estoy en la mente del otro y el otro ahora sueña, entonces soy yo el que gobierna este instante…», piensa Augusto, mientras que, de un salto, toma el rifle que se encuentra adornando la cabecera de su cama.

 La mañana de aquel uno de enero, un gran escritor, «El otro»,  muere horas antes del despertar.

 Se despeja la niebla; se  abren los ojos hacia la inmortalidad…

                                                                                  

                                                                                                 César Augusto Pacheco