Si te cruzas con algún fantasma aquí adentro, simplemente ignóralo; pero si se pone fastidioso, recítale algún verso en voz alta, que con eso será suficiente... (Si te toman por loco, no es culpa mía.)

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Lágrimas de rosa



Yo no pensaba, hasta ese momento, que las rosas pudiesen llorar. Ella, sin embargo, estaba allí, arrinconada, de algún modo atrincherada contra una ochava de pared, escondida de mi vista, escondida, por qué no,  de la mirada de todos y de todo;  oculta en un rincón de mi patio, en un rincón del mundo y del universo… Sencillamente, puedo jurarlo  -créanme lo que les digo-, esa pequeña y bella rosa estaba llorando sin parar.

 Porque mi primera impresión al acercarme fue que se trataba de rocío; pero luego, casi inmediatamente, comprendí que eso era imposible porque el calor arreciaba y, sin duda, según la ley física que habla acerca de la evaporación de los líquidos, por lo menos hasta donde sabemos  -hasta donde la ciencia lo ha dictaminado, según sus endiosados paradigmas-,  determina, con certeza, que los pétalos que circundan el cáliz -el traje rojizo y suave que se mantiene en equilibrio perfecto sobre el tallo, esa sublime y delicada creación de la naturaleza-, a esas horas del mediodía, deben estar completamente secos.
  
Pero no. No  estaban secos los pétalos; y no solo eso: más allá de los demostrables y pequeños vestigios de humedad, esos mismos que divisé incrédulo al principio, además -deben creerme, se los aseguro-, iban surgiendo, formándose, expandiéndose desde el cáliz, brotando desde su centro, innumerables, infinitas gotas de agua. No sé el porqué, pero, llevado por un impulso inexplicable estiré mi mano, expandiendo mis músculos muy lentamente, casi con el sigilo de un jaguar o de un tigre, como si de cierta manera tuviese miedo de despertar, incluso diría de espantar, a la pequeña rosa. Como si estuviera de cacería. Porque podría jurar que incluso la sentí exhalar un quejido. Sí, un llanto con lágrimas y con un sonido acongojado. Decía, entonces, que estiré mi mano y con la punta de mi dedo índice, con mi uña encorvada, rocé una de las cristalinas gotas; dubitativo me la llevé a la boca. La sal se hundió en los recovecos de mi lengua, de mi paladar, de mis dientes y de mi alma entera.

Ella estaba absolutamente viva, pero no como un vegetal, no como un estático hálito en la estética de los dioses, no como una maravillosa arquitectura que solo sirve a los efectos de endulzar los ojos de quien se anime a observarla con admiración. Sentí, con certeza, que en ella habitaba el espíritu de una bella mujer. 

Ella se me apareció (¿en sueños…?¿esa misma noche?) casi desnuda, únicamente cubierta de pétalos,  enroscadas sus extremidades en tallos helicoidales y en fervorosas hojas plagadas de nervaduras. Con lentitud sacrificial pero decidida, caminando casi con el sigilo de una pantera, se me acercó para besarme los párpados, las mejillas, los labios,  agradeciéndome quizá, con esa actitud, el buen trato que mis manos le dieran al rozarla, ese mismo día, en mi jardín, cuando aún ella me ocultaba sus féminas curvas acaso con una alevosía premeditada. 

Hable de sigilos, de panteras, de jaguares o de tigres; no sé si lo habrán notado…

¿Dónde me encuentro? ¿Dónde me encuentro? 

La cuestión es que en el sueño las imágenes se derrumbaron dando paso a otro paisaje. Ella, en ese sueño dentro del sueño, ya no era ni una flor ni una mujer; yo de ningún modo era un hombre. Éramos fieras atroces y apasionadas surcando a gran velocidad por ciertas sabanas, por ciertas junglas, por inmensos desiertos; dos inmensos felinos jugando a amarse. Dos animales salvajes sin límites, sin pudores ni piedad.

Ya no recuerdo si en algún momento desperté; tampoco me interesa recordarlo. Es extraño porque a veces ella es mujer y yo hombre, pero otras veces –muchas- yo soy un pájaro y ella una flor parecida a una rosa, aunque algo diferente. Otras veces, innumerables, volvemos a ser pantera o jaguar o tigre…  ¿Es que acaso importa eso? Tan sólo importa que hemos nacidos para amarnos. Tan sólo importa que la infinitud de nuestro amor –de nuestros sueños- todo lo hace posible.

Estaba ella, decía, extática y llorando, arrinconada en un rincón de mi jardín, mientras yo decidía llevarme sus salobres lágrimas a mi boca… Fue como un éxtasis o un veneno; nirvana e infierno, algo atroz y mágico; un comienzo o, tal vez, algo definitivo…

Mi realidad se derrumbó; mi "yo" pasó a ser tan solo un espejismo: Espejo salino y circular e innumerable y multiforme y eterno en el que me vi reflejado, tal como me recordaba a mí mismo por última vez, en un rincón olvidado de mi jardín. (Porque creo haber dicho que ya no recordaba si me desmayé o me dormí…)

 ¿Realidad o sueño?

¿Y sus pétalos? ¿Qué ha sido de sus pétalos?

Porque extasiado observé cómo sus pétalos iban desprendiéndose lentamente…

Porque extasiado observé como su pelaje iba desprendiéndose lentamente… La pantera se hizo mujer, una mujer de piel suave como pétalos.  Rojizos y brillosos  pétalos: impudente piel infamando la propia belleza de la noche que nos contiene… Cabellos oscurecidos de mujer, tiernas hojas, nervaduras, manchas de jaguar… caderas febriles. Noches, rugidos...

Que mi próximo sueño, que su próxima transmutación me sorprenda… Si los dioses del sueño y del amor y de lo infinito me lo permiten, yo también habré de sorprenderla.

Un hombre encuentra una rosa oculta en su jardín; él no pensaba -créanme lo que les digo- que las rosas pudiesen llorar. 



                                                                                            César Augusto Pacheco

sábado, 30 de noviembre de 2013

Te quiero


Te quiero
te quiero con locura
te quiero con desatino
te quiero con espanto

(te quiero queriendo no quererte)

te quiero desde lo irreductible
               desde lo atroz
               desde lo patético

te quiero
desde el foquito locuaz de esa luciérnaga asesina que azota sus rayos a mansalva
recordándome el insomne y redondo brillo en tus pupilas que se proyecta en un abrir y cerrar de párpados cuando la noche y cuando la luna se calca en tus ojos

(porque me corrompen las redondeces y los atavíos nocturnos…)

y te quiero
maldita sea

te quiero con extravagancia
te quiero subliminalmente
te quiero andrajoso
te quiero desvalido
te quiero con desprolijidad meticulosa

(sarpadamente, te quiero)

te quiero con saña
te quiero desde el factum de un latido

(estentóreamente, te quiero)

te quiero
aunque mi soledad:
(un Lucifer sin mundos que corromper; un patético ángel abandonado a su suerte en un planeta desbocado de amaneceres tántricos sin tu sonrisa…)

pero te quiero…
y tanto
y todo
y sin embargo
y quizá
y sí
y por qué no

te quiero
y basta

                                                       César Augusto Pacheco

miércoles, 30 de octubre de 2013

Templos lunares




Manjares (I)

Es un latido sordo, un latido impune. Se ofuscan las panteras de templos majestuosos, crujen los estáticos templos lunares. Los cielos de mi deseo
se descuecen en llanto; es una plegaria interna, mi otredad (mi fantasma)
que, como una delicia salvaje de irredimibles tahúres de ensueño, va aniquilando a golpes sus siniestros compases…

                        (¡Bum! ¡bum! ¡cabúm! ¡Bum! ¡bum! ¡cabúm!)

Mi fantasma pugna por salir, por escapar, me desgarra con alevosía, maldito inimputable, maldito zorro; despliega sin piedad sus desenfrenados instrumentos, sus avatares sombríos, sus lanzas percutoras, sus lanzas explosivas.

Y hay  un idilio de tambores desintegrándose
(un idílico tamborileo de payasos suicidas)
en el infinitesimal —pero invencible— hilo epidérmico de mi obsesión.

Es vítreo el líquido que me recubre, y hay cristales lechosos dilacerándome las extremidades. Y así, se esparcen, se desmoronan mis contigüidades y me desmiembro: Me contorsiona el deseo al presentirte, mi pantera funesta, mi endemoniada, mi reina,
                                      mi indómita hembra, —mi pitonisa alevosa.

Eres la partera de herrumbrosos látigos que recubiertos de un sudor almizclado los escupes desde tu matriz,

                                      y los hundes –profusos- en mi boca.

Estoy atrapado, estoy enfermo de amor; tú,  aniquiladora; tú, inmoral, me obligas a beber tu infausto néctar, tu delicioso néctar, hasta el final, mientras mi fantasma observa (                                     y sonríe).

Y me lleno de ti, me desbordo de ti…

Y grito y me acuchillo, para que tus fluviales manantiales
se viertan por mis costados y pueda seguir bebiéndote,
hasta que la eternidad me estalle en los oídos, o hasta que mis sienes se ahoguen —o mis ojos naufraguen— en aguas bellamente desconocidas.

Pandemia de azúcares. Birrefringente melodía de fieras atroces.

Gemidos amansándose. Diatriba de cíclopes,
              con su párpado único
                       patéticamente                  abierto…

                         Vacuidad. Explosión del alma.

Vanaglorias (II)

Y mi fantasma dice: es mi turno en este juego.

                                   (risas insensatas)

Y así libera
 a sus huestes inmisericordes,
 a sus caníbales a sueldo —bravíos portadores de mensajes encolerizados—,
        centauros milenarios,
           devastadores de insolencias,
      de pezones furtivos,
   de caderas ardiendo,
o de ingles tristemente sollozantes…

¡Maníacos inclementes!

Estandartes de mi virilidad
        y de mi pétrea carne: Tómenla, háganla suya, háganla nuestra,
                                      ¡háganla mía!

No, no supliques.
Ahora juegas con mis reglas,
Ahora conocerás el Placer Aterrador,
El Placer que no tiene Fin.

Son tremendas las formas de mi danza,
son inexpugnables los brazos de mi frenesí; acabaré contigo,
                            un millar de veces.

Hay Apuñalamientos,
Y hay carnes…………………….y líquidos………. derramándose

                                       Aguijones portentosos
                                      Estirpe de alacranes oceánicos.
                                      (risas de suficiencia)

Pide piedad, mas no te la daré.
Suplica clemencia,
te responderé con la dulce violencia de una anguila atroz

                            ¿Sientes su electricidad supurada?

Tormentas hay en tu vientre,
El orgasmo de los árboles no es tan patético.
Una serpiente en éxtasis no se retuerce así.
¡El orgasmo de los dioses no es tan teatral!
Me gustan tus rostros, las formas procaces de tus labios,
El circulo difamado de tus pechos danzantes,
o tu ombligo escapando y regresando a mi encuentro,
 indeciso                                                        y desesperado.



Deja de llorar
Este es el ensamble perfecto
entre la pretérita
                          bestia  y la dama
                                                de labios carmesíes,

                             (mi enigmática dama del collar de piedra)

Es nuestro templo una insana torre que llega al infinito,
que parte rocas y diezma tus faunas violáceas.

Disfrútame.
Siénteme.
Padéceme.
Perviérteme.

                                                         Conténme en tus profundidades,

El amor en las sombras
        (el amor entre fantasmas),
no es igual a otros amores: no hay límites, no hay leyes.

Somos ciegas e inmemoriales estatuas
                                                                 Abalanzándose
                       unas      contra       otras.
<<<< Unas     >    a través    <   de las otras >>>>


  Somos fantasmas  (ángeles oscuros) haciendo el amor
  en la posibilidad forjada por nuestros…         sueños,
 en la poderosa eclosión de nuestros tentáculos.
                                      Psicótica animalidad preternatural…

Y mis caderas se descoyuntan hacia ti.
 Y mis emanaciones se escapan hacia ti.
  Y mi invencibilidad se destroza hacia ti.
   Y mis oscuras alas te cubren y tiemblan y te acarician y te agradecen a ti
     por tanta furia y  por tanta pasión y por tanta entrega…

Brillan nuestros cuerpos desnudos y amansados
en la claridad evanescente de la luna.

Corazones trasvasan sus alientos destilados,
Y alfombras sexuales se descaman y se incineran regocijándose
intuyendo sus futuras apariciones…

(El aliento de la noche va exhalando sus últimos quejidos, y la luz no es un lugar habitable para ciertos seres… para ciertas convalecencias del pudor.)

¿Quieren ustedes blasfemos espectadores, acaso, jugar nuestro juego?



       Invitados sois al festín quienes logréis ver en la noche



                                            Las altas torres del Templo Lunar…





                                               Desde las catacumbas de mi alma, Rhasek.



domingo, 8 de septiembre de 2013

Los pétalos amarillos de una acacia





Y ahora que lo pienso, no es que me haya dado cuenta así como así, como si tal cosa, porque ciertas cuestiones no suelen ser tan fáciles de detectar, y menos aún, cosas tan estrambóticas como las que querría contarte.

Pero si yo me animase a contarte, y vos me preguntases cuándo comenzó todo, te diría que fue durante una rosada tarde crepuscular de mayo,  quizá durante el lento discurrir de la caída de las últimas y solitarias hojas de otoño, esa mágica época del año en la que algunos árboles encorvan sus anchas espaldas mientras sus ramas más altas parecen aquietarse como brazos cansados. Si vos me preguntases, te diría que el primer síntoma fue una extraña sensación en la panza o una incipiente ubicuidad de temblores adheridos a toda empresa que a partir de ese momento decidí llevar adelante. Te diría, además, que ahora sé exactamente qué fue lo que desencadenó tales síntomas… 

Entonces te contaría que durante una tardecita de mayo, iba yo caminando por la calle, cuando repentinamente, en medio de una vociferación o una risa excesiva, alcancé a ver, con sorpresa, a un pequeño pajarito fluorescente que me impactaba en el rostro como una bofetada azul; te contaría que quedé algo confuso y que atiné a mirar a los lados, luego hacia arriba y abajo, buscando al pequeño animalito, pero que lo perdí de vista.  Seguramente vos te reirías… Entonces yo continuaría diciéndote que, días después, acaeció lo del dolor de panza y que comencé a sentirme raro, como intranquilo, muy ciclotímico, ora alegre, ora triste; ora muy alegre, ora muy triste. Te confesaría que todo esto era algo extraño a mí, —o quizá, algo que ya no recordaba o no sentía desde hace tiempo y que entendí que todo cuanto me sucedía era culpa de aquel pajarito azul.

Por supuesto, vos te seguirías riendo y preguntando qué papel juega el indefenso animalito en mis cambiantes estados de ánimo. Yo, con cara de póquer, aseveraría que aquella tierna avecilla, durante esa inesperada tarde de mayo, golpeó mi rostro con sus alas con el único y certero propósito de distraerme, con el decidido propósito de obnubilarme transitoriamente, para así poder ingresar dentro de mí y forjarse un hogar. 

Acto seguido, yo disertaría con incipiente locuacidad sobre el problema —no menor— de que este tierno animalillo, además de tierno, es algo subversivo; que aparentemente no es ni un ave domesticable, ni mucho menos razonable; que al principio sólo me provocaba algún que otro síntoma incómodo, esas insolencias del ánimo o algún que otro latido desfasado y que ahora, en cambio, compruebo no sin preocupación que, además, he comenzado a actuar según sus designios. (Como la otra tarde, cuando a través de algunos suspiros incontrolables y terribles, comencé a exhalar pétalos amarillos…)

Porque me gustaría contarte que me asusté: el pajarito estaba haciendo de las suyas. Hasta ese momento el fluorescente plumífero azul  jamás había logrado alborotar de semejante manera, a aleteo puro, mis desquiciadas vísceras. Y cuando hablo de vísceras querría decir estómago, pulmones, corazón… Sin duda me generó un revoltijo tremendo. La verdad es que intenté por todos los medios a mi alcance que nadie se diera cuenta de lo que me estaba pasando; tuve terror de que los síntomas —junto a los pétalos exhalados— me dejaran al descubierto. (Por suerte, creo que nadie se dio cuenta...)

Me gustaría contarte también que, luego de lo ocurrido, decidí dialogar con el pajarito azul que anida en mi panza y que le pregunté por qué me había elegido para anidar habiendo tantas y tantas personas alrededor del mundo. Me gustaría contarte que su respuesta fue que por nada en especial, que simplemente sucedió así y que bien podría haber anidado en cualquiera. Vos comprenderías, seguramente, que lo insólito de la situación me ha provocado un síntoma aún más tremendo: estoy perdiendo el hilo de mis pensamientos. Es que los días van pasando y yo, cada vez más, escucho cantar y cantar al pajarito que anida en mi panza y no puedo concentrarme en otra cosa. Creo que, más allá de su apariencia, está siendo bastante insidioso conmigo…

                                                              ***

Los días pasan y me doy cuenta de que ya no puedo escribir como la hacía antes. El pajarito azul ha picoteado, una a una, todas mis viejas metáforas. Únicamente puedo escribir lo que él me dicta.

                                                              ***

La oscuridad, mágicamente, ha desaparecido de mis letras. Todo es esperanza, luz y belleza. Mis metáforas ya no son tan trabajadas, pero el sol brilla y el pajarillo azul tiende puentes de colores mientras canta y canta incansable a la altura de mi pecho. Sé que acaso mañana se silencie un poco o que yo recaiga en mis pasajeros estados de tristeza —que son el otro síntoma de sus revoltijos—, pero no me importa: lo importante —al fin lo he comprendido— es que él está conmigo.

                                                               ***

Hoy el pajarito azul me ha confesado que existe una posibilidad, si es mi deseo,  de forzarlo a partir: debo buscar un lugar oscuro y solitario, encerrarme durante un tiempo prolongado, no hablarte, no escucharte, no verte, no pensarte y, definitivamente, dejar de escribir poemas. Eso provocaría que las flores amarillas de las que él se alimenta se marchiten y entonces deba verse forzado a partir hacia otros horizontes —o lo que es peor todavía, se muera por falta de alimento. No sé por qué me lo ha hecho saber ahora. Obviamente le he dicho que no y le he confesado que, pese a sus desmanes y a las constantes incomodidades que a diario me provoca, su presencia y su canto y su revoloteo me hacen sentir maravillosamente vivo.

                                                               ***

Acaso algún día me anime a exhalar, delante de vos, sin avergonzarme, un enjambre de pétalos amarillos… Acaso algún día decida darte a conocer  el canto del pajarillo azul que me habita.


                                                                                        César Augusto Pacheco




jueves, 1 de agosto de 2013

Al fin el visitante.


Al fin, el visitante.


Un incipiente sol recrudece sobre las espaldas del hombre. El desierto se expande con insolencia. A su alrededor lo abruman ambos, sol y desierto,  mofándose de su sed. Pero, mientras su camello rebuzna a pasos cansados, el horizonte dibuja ya algunas tiendas bajas. Los oblicuos rayos marcan las cinco de la tarde cuando el visitante, al fin, llega al poblado. A su derecha, una mujer de ojos azules lo observa expectante; ella piensa, con felicidad, que su hombre ha llegado. Horas después, despojados de sus ropas y cubiertos de noche, hacen el amor incansablemente. Las mieles del sexo jamás habían sido tan pasionales —tan brutales—, piensa ella, extenuada por la rudeza viril de su compañero. Siente profundamente —sin dudarlo— que el desierto ha acrecentado la lujuria del hombre —y algunas otras cosas.
A la mañana siguiente, el visitante ha dejado el lugar.
Sabrán ustedes que esa misma mañana, antes del mediodía, su hombre (tan parecido al visitante…), al fin, llega al poblado. Ella, algo confundida —o no— le sonríe.


                                                                                                 César Augusto Pacheco




La bella musica de Loorena McKennitt me dictó esta microficción:


viernes, 26 de julio de 2013

Horas impunes



Hay veces que me canso de imaginarte,
son horas impunes que estallan
sin el calor de tu sombra,
sin el abrazo de tu mirada
 —ígnea ceniza de mi futura mansión celestial.

Voy a trompicones,
rodeado de una soledad que va matándome de a poco.
Y hay pájaros sublimes inmolándose tristemente,
 aterrizando en el ardor de mis córneas,
 y atragantándose en el vacio sofocante de una noche gélida;
caballos azulados recorren una llanura de rabias y silencio.

Un brillo vacuo e inmisericorde se soslaya y me nombra;
 manifiesta su sagrado horror miserable —espanto de relojes con agujas sanguinolentas.

Traspasando el horizonte de mi carne —de mis músculos—,
mis pensamientos me golpean y sonríen, famélicos: —estúpida estatua, tonta fotografía de lo que pudiste ser… —me dicen.
 ¿Es que no queda orgullo en tus venas?

—No hay ninguna alforja con diamantes al otro lado —les respondo.

Son horas impunes donde mi silencio te nombra,
 y sin duda, a veces me canso de no tenerte.
¿Así va uno muriéndose  de amor?

Cuando mis huesos hayan sido derrumbados por el tiempo ¿habrá algún viento —misericordia de dioses olvidadizos— que me lleve hacia ti?

 Mi sangre y mis letras,
 aún replican sus tristes esperanzas.
 No han muerto todas las campanas;
 no han acaecido todos sus tañidos…


                               Desde las catacumbas  de mi alma, Rashek.




martes, 16 de julio de 2013

Desierto



1

  Recuerdo que fue durante aquella numinosa tarde de mayo que compré el cuadro  y que, por unos pocos pesos, el vendedor del viejo anticuario de San Telmo me lo envolvió casi con euforia. Aún veo la sonrisa dibujada en su rostro pálido, el rostro de un hombre sufrido (ahora lo sé) que aparentaba más años de los que realmente debía de tener.  Agazapado tras unos gruesos lentes de carey,  él había estirado los brazos para entregarme en las manos mi nuevo capricho:

—Ha efectuado una excelente compra, señor —había retumbado su voz, chillona y temblorosa—. No se arrepentirá. Cuídese mucho… 

Al salir del negocio una poderosa tormenta arreciaba Buenos Aires; la ciudad se desgranaba en truenos y en llantos. Llegué a casa con el último suspiro de mi desvencijado paraguas. Dejé las llaves sobre la mesa y, ávido, desenvolví mi adquisición. No me había percatado hasta ese momento tan esperado de soledad y calma hogareña de los extraños pero cautivantes detalles de la pintura:

En medio de un inmenso desierto, un hombre se arrastra doliente, como queriendo alcanzar un objetivo o, quizá, su salvación. Su rostro desorbitado se encuentra dibujado, digamos, abajo y a la izquierda de la escena, en el punto exacto donde (dicen los entendidos de arte) fija por primera vez la vista  quien sabe apreciar una obra. El cielo es de color ocre. La división entre el horizonte y la abrasiva arena es una línea difusa. Entre la ubicación del hombre y el lado opuesto del marco hay dibujadas en el suelo arenoso unas marcas difíciles de describir: como arabescos, como humo, una mezcla de pisadas humanas y no humanas. Sobre el lado derecho y al centro (algo por debajo del horizonte) se ve lo que en principio parece ser el ala de un gran pájaro caído.  Derribando todos los cánones estilísticos, el ala desaparece en el borde interno del marco del cuadro sin que se llegue a apreciar a qué animal pertenece.

Descolgando aquella vieja reproducción de “El beso” de Gustav Klimt, la pared de la sala estrenaba ansiosa la llegada de un bello y absorbente desierto. 


2

  Una tarde, al llegar del trabajo, encontré  unas marcas en el piso, justo por debajo del cuadro. Recuerdo que pasé un trapo y que la mancha salió casi por completo; también que en el trapo quedaron adheridas unas partículas que parecían un fino aserrín o, quizá, granos de una sustancia más vidriosa. Al día siguiente, y al otro, la situación se repitió. Llegué a descolgar el cuadro y a darlo vuelta para percatarme de que no hubiese marcas de polillas o de algún otro insecto desagradable que estuviese royendo la madera. Nada. Absolutamente nada.


3

  La cantidad esparcida de esa extraña sustancia se multiplicaba. Mi escaso tiempo para limpiarla también.


4

  Esa noche regresó la tormenta. Desde la adquisición del cuadro   no había vuelto a llover tan copiosamente sobre la insomne metrópoli; sin embargo, yo dormí profundamente. Extrañas fueron las imágenes de aquel sueño que me envolvió en sus fauces…

   Me hallaba en mi dormitorio.  A mi alrededor, todo poseía una tonalidad más amarillenta y más oscura. Por algún extraño motivo, algo me compelía a salir del cuarto e ir en su búsqueda…  Comencé a caminar  a tientas rumbo a la sala, con mucho esfuerzo pues, a la vez, una sustancia desconocida molestaba y ardía mis ojos; el ambiente era ventoso y hostil. Al llegar a la sala, me dirigí hacia el cuadro. El hombre doliente de la imagen (el de la izquierda) tenía mi rostro y me miraba con desesperación; me hablaba desde el cuadro, con mi voz: me imploraba que no mirase hacia el lado opuesto de la pintura. Recuerdo que -como es común a todo sueño- la pintura estaba transfigurada; pero era mucho más vívida. Entonces comprendí que lo que molestaba a mis ojos era arena: se desprendía de la pintura; el viento, furtivo e impiadoso, seguía aguijoneándola en mis pupilas… Mientras tanto, mi otro yo seguía gritando desde el cuadro, con su apestosa fisonomía de horroroso dibujo viviente. Luego, pasó lo inevitable: miré hacia el otro lado; lo que recordaba como una especie de ala pasó a ser la imagen completa de una mujer ángel bellísima, acuclillada, agazapada sobre sus codos. Me quedé observándola largo rato. Mi otro yo insistía con sus gritos, implorando que ya no la mirase. Lloriqueaba de tal modo mi alter ego de óleo que llegó a cansarme; fue cuando, repentinamente, levanté mi brazo y empuñando un objeto filoso, inexistente hasta ese momento —una especie de estilete o punzón—, con violencia, se lo hundí en el rostro; atravesando esa zona del cuadro, lo maté. La sangre manaba a borbotones de su cara desfigurada. De pronto, descubrí que, en mi mano, en vez de un objeto cortante, cargaba algo similar a un balde; lo coloqué en posición para que la sangre de mi émulo chorreara y, de esa forma, no inundase la sala, el barrio, a Buenos Aires toda, e incluso, el mundo entero. Fue cuando el dibujo de la mujer ángel se movió: levantó la mirada. «Ayúdame», me dijo. No resistí: estiré mis manos con cuidado y rocé una de sus alas; inmediatamente me sentí aturdido, extasiado. Ella se incorporó. Lentamente fue desprendiéndose del cuadro e ingresando en la sala. No pude sostenerle la mirada… Era tan profunda, tan atractiva, tan de otro mundo…

  
  5

Desperté empapado en sudor de pies a cabeza. Me dirigí al baño para darme una ducha. Mientras el agua iba despertando facciones dormidas, a través del tragaluz pude observar que la lluvia había cesado; sin embargo, el día seguía encapotado. Cerré la canilla; me sequé. Recordando el sueño reciente se me ocurrió echarle un vistazo a la toalla: no había rastros de arena. Un suspiro de alivio golpeó contra azulejos empañados… 


 6

Pasé por la cocina, calenté mi hálito de paz, mi religión acuosa, y la eché dentro de una taza. Santa trinidad taza-grano-café humeante, a ti debo mis plegarias, pensé. Empuñando mi sabroso elixir, me dirigí a la sala. Tomé el diario del día anterior (letras muertas) y decidí una fugaz relectura. Mientras masticaba una grasienta medialuna recalentada e intentaba un nuevo sorbo de café, levanté la vista: se me cayó la taza,  me empapé con el café, comencé a proferir gritos ensordecedores, me quemé. Pero no grité por eso —o no grité sólo por eso—: una estatua como de granito amarillento se erigía delante de la pintura. Era la figura de una mujer ángel agazapada; era la figura del sueño, pero yo estaba despierto, bien despierto. Podía dar cuenta de ello el ardor de mis piernas magulladas por el sacudón de mi desbordante y negra religión acuosa. Me incorporé. Dubitativo me dirigí rumbo a la imagen; dubitativo rocé uno de sus brazos. No podía creer lo que estaba pasando. Acto seguido, intenté moverla: era increíblemente pesada. Lo primero que atiné fue a intentar sacarla de la sala, pues si llegaba una visita ¿que iba yo a decirle? Intenté arrastrarla rumbo al dormitorio. Fue en vano. Ese día falté al trabajo. No sabía qué hacer. No sabía a quién contarle, a quién pedirle ayuda; de seguro me tomarían por loco. Adicto a la cafeína sí, loco no. En uno de mis desesperados e inútiles tirones, de uno de los brazos de la estatua se desprendió una especie de cáscara o costra polvorienta. Por debajo, vislumbré una superficie levemente dorada. Me animé a rozarla con la punta de mi tembloroso dedo índice izquierdo. Era carne, era una maldita y bella piel angelical…


7

  Con infinita paciencia fui retirando la capa pedregosa que cubría la superficie de mi ángel. Rompí la costra que inmovilizaba su cintura, sus rodillas, sus codos. Con suavidad, la recosté sobre una pequeña alfombra. Lentamente, la superficie pedregosa fue dando paso a una piel de seda: brazos, cuello, tórax, pechos, ombligo, pubis… Su desnudez aturdió mis sentidos. Extasiado limpié cada tramo de sus alas.


8

  Mi ángel abrió los ojos. Mirándome, esbozó una tierna sonrisa. «Gracias», balbuceó. Su voz, sin duda, era la voz de un ángel… ¡Eran tan bellos sus ojos y tan bello su rostro! ¡Tan bello era su cuerpo y tan bellas sus alas! Me enamoré perdidamente…


9

  Sí, perdí la noción del tiempo. Dejé de salir a la calle. Hice varios pedidos telefónicos al mercado para acumular y congelar alimentos: de esa manera no tendría que dejar sola a mi ángel ni por un minuto. De más está decir que abandoné el trabajo, a mis amistades, rehuí todo contacto social. Por tiempo indefinido sobreviví de mis últimos ahorros. 


10

  Como locos, hacíamos el amor durante todo el día y, si mis fuerzas lo permitían, durante toda la noche. Ella, tan angelical, no se cansaba jamás. De a ratos -muy fragmentados por cierto-, intentaba yo recuperar fuerzas; ella siempre me despertaba antes de que pudiese conciliar un descanso reparador. Insomne e insaciable era mi bello ángel; me despertaba —entre sus gemidos y sus llantos— con ella fundida, ensamblada a mi cuerpo… Sus alas me envolvían por completo cuando fuera de sí sus recovecos impudentes, en estentóreo temblor, llegaban al éxtasis.


11

  Pasaban los días y yo, lentamente pero sin pausa, pasé de un estado de deseo y locura a prácticamente no poder moverme. Estaba abatido, casi desconsolado. Y ella no entraba en razones.


12

  Esa postrera tarde, al fin, decidí escapar. Recuerdo que, antes de huir, por última vez —y quizá por primera vez desde el extraño suceso— observé el cuadro: no había rastros del ángel en la pintura.  El hombre de la izquierda yacía ensangrentado; sin duda, era la representación de un hombre muerto. Un cuchillo, hundido en el lienzo, le atravesaba el rostro… Fugazmente comprendí que los pasos dibujados no se dirigían hacia donde alguna vez estuviera pintada la mujer angelical, sino que escapaban de ella. 


13

  Al salir no miré hacia atrás. Y creo que ella no me siguió. Afuera, arreciaba una tormenta amarilla. Las calles porteñas eran del todo irreales. No vi gente, no vi un pájaro. En vano intenté regresar. Mi casa ya no existía. Sólo había arena y viento…


14

  No sé cuántas cuadras envueltas en un espantoso desierto caminé errante. Pero recuerdo que, súbitamente, me encontré a las puertas del anticuario donde había comprado el fatídico cuadro; en vano llamé a la puerta, nadie salió. Cansado, me dejé caer. La cruenta arena se tragaba mis inservibles lágrimas. Al costado del negocio una ventana se abrió. Con esperanza —y con la ayuda de mis últimas fuerzas— me fui incorporando; me así con fuerza al marco de la ventana. Al asomar mi cabeza, vi a un hombre que, apresurado, juntaba arena con un balde; desesperado le pedí auxilio. A su lado, de pie, se hallaba mi ángel. Le supliqué que la matara; no me hizo caso. Algo cortante se hundió en mi cara…


15

  Aquí yazgo, silente, observando infinitamente al mundo, escapando infinitamente de un fatídico ángel; un desértico y desesperante infierno me circunda, que es como la imagen de un cuadro…

  Aquel vendedor (ahora lo sé) fue una víctima que, de algún modo, logró escapar;  yo soy su reemplazo.




                                                                                                    César Augusto Pacheco

sábado, 22 de junio de 2013

Julián







            1

Atestiguado por las sombras, acaso menos perverso que monstruoso, el cuerpo de ese hombre gris se arrastra, repta por los recovecos de la mente  (de los sueños, o de un texto de pesadilla)  de Julián.  Esa noche, como cada noche desde hace algún tiempo, el ritual de imágenes y de sonidos y de  sollozos se enciende. Julián se hunde implacablemente; debajo del colchón encuentra al que repta. Lo mira a los ojos, pero no hay ojos, sólo cuencas  vacías… En el sueño, el hombre que repta se dirige, nauseabundo y atroz, hacia el cuarto de la madre de Julián: va a matarla; sencillamente, Julián  lo sabe.  A tientas, entre gritos sin voz (típico de pesadilla) intenta alcanzar al monstruo… Hay gritos, hay cuchillos, hay manos cercenadas  de seres abominables; no hay ojos, nunca hay ojos. Julián despierta. Se levanta, aturdido, y se dirige al cuarto de su madre…

2

Entra a la habitación y encuentra a una madre durmiendo, soñando que tiene un hijo que se llama Julián, que sueña con un monstruo que va a matarla. Pero no existe tal hijo, nunca ha existido; no existe la mujer, tampoco. Solo hay un monstruo —horrendo y terrible y blasfemo— soñando con una mujer, que sueña con su hijo que no existe, esperando a que despierte para comerle los ojos.  El monstruo, arrinconado en la onírica habitación, no tiene manos; escribe este texto incomprensible con sus muñones. Cuando esta noche —a partir de la lectura— tú, grisáceo lector,  sueñes con Julián y con su madre y con el monstruo, y acaso te quedes sin ojos, no me inculpes; quizá ya estés dormido y reptando en ese / en este momento.

            3

Atestiguado por las sombras, acaso menos perverso que monstruoso, el cuerpo de ese hombre gris se arrastra… Repta por los recovecos del sueño -o de este texto-, que de algún modo son lo mismo.


                                                                                    César Augusto Pacheco

viernes, 24 de mayo de 2013

Dialogía



Homenaje a don Miguel de Unamuno 


—Pero tú que te crees, ¿eres un dios acaso? —lo increpaba Augusto.

—En lo que respecta a ti… —el otro pensaba, siempre pensaba— sí, por  supuesto.

—No tienes derecho…

—Claro que lo tengo —lo interrumpía el otro, con firmeza— y nada puedes  hacer para  cambiar la  situación. 
—¿Es que ya no tengo opciones?
—No, no las tienes.


 Una gran congoja se cernía sobre la existencia de Augusto. Entonces, volvió a pensar en la muerte. Y como era de esperar, el otro lo advirtió y decidió adelantar los planes.

 Nuestro personaje, Augusto, esa postrera noche, encontrándose ya recostado en su cama, en medio de la penumbra, vuelve a oír el repiqueteo característico del otro, pero esta vez  percibe algo funesto en esos ecos, definitorio: tac, tac-tac-tac, tac, tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac-tac-tac, tac-tac-tac-tac-tac, tac-tac, tac-tac-tac-tac-tac… Acostumbrado a esos  golpes, viejo conocedor de esas pausas, su afilado oído le traduce: «Y así, recostado en su cama, habrá de morir… ».  Augusto intuye la aniquilación. Un hueco dimensional se abre: aparece el otro. Pero hay algo extraño o diferente en la fisonomía de su creador y certero verdugo: su silueta no parece definida, es como un fantasma.  El otro hace una mueca acompañada de un movimiento veloz de sus dedos… Tac-tac-tac, tac-tac… Con horror, Augusto ve como las paredes se resquebrajan, los muebles se desintegran a su alrededor. Confusión. Una densa niebla lo cubre todo. Las inmensas tapas de un libro se ciernen sobre su espalda para aplastarlo y sumergirlo en el olvido. Sin embargo, esas tapas no descosen su carne, no rompen sus huesos. Entiende, algo desorientado, que el otro está soñando con el final que habrá de darle al despertar.  «Si yo estoy en la mente del otro y el otro ahora sueña, entonces soy yo el que gobierna este instante…», piensa Augusto, mientras que, de un salto, toma el rifle que se encuentra adornando la cabecera de su cama.

 La mañana de aquel uno de enero, un gran escritor, «El otro»,  muere horas antes del despertar.

 Se despeja la niebla; se  abren los ojos hacia la inmortalidad…

                                                                                  

                                                                                                 César Augusto Pacheco